sábado, 5 de diciembre de 2015

El peligro de los animalistas


 
La escena es verdadera y se repite todos los días en mi querida Bogotá y seguramente en los otros rincones de Colombia. Después del almuerzo, en la Candelaria,  voy entrando corriendo a mi trabajo con una compañera y en la puerta del edificio donde trabajo, bajo un palo de agua que sería demasiado benévolo llamar llovizna, está un habitante de calle tan viejo que no se puede ni adivinar la edad, con una pierna mutilada, y sosteniéndose en una muleta vieja: somos bogotanos, demasiados atareados y acostumbrados a los habitantes de calle, como para que nos importe lo suficiente y nos detengamos a ayudarle. Ya adentro, igual manifiesto mi lastima por el pobre hombre con un sentido “pobrecito y con esa lluvia”, ante lo cual mi compañera –sin sonrojarse siquiera− me responde  “pobrecito y es como cachorrito”. Se refería a un perro que acompaña al hombre (¡¿no vio al habitante?!). Apenas si atiné a no increparla por su falta de sensibilidad y, menos mal que no lo hice, pues al otro día, a la hora del almuerzo, cuando medio intenté plantear lo insensibles que nos estábamos volviendo con las personas ya la conversación iba tomando calor en favor de ayudar a los animales en vez de gastar recursos en esos sucios, drogadictos, peligrosísimos habitantes de calle que por decisión propia están en las calles mendigando y no trabajando,  y me quedé sin palabras. Pues sí, obvio eran sucios, y drogadictos y peligrosísimo, peligrosísimos, alguno habría y los perritos puros con su conciencia tranquila (¡¿consciencia!?): y lo de su propia decisión de estar en la calle como producto de sus errores alguno habría por la adicción a las drogas y no todos y si así fuera…  Y sí, ante la aplastante mayoría para qué intentar justificar a los habitantes de calle, con sus evidentes defectos, al mismo nivel de los perros a mis compañeros de trabajo y pensándolo mejor… y… y pensándolo mejor si todos, no sólo algunos habitantes de calle, si todos estuvieran en la calle por sus malas decisiones igual por qué habría de justificarlos como seres humanos al mismo nivel de los animales ya no ante mis compañeros de trabajo sino ante la sociedad misma. Si el que escribe esta nota, si los que discutíamos éramos humanos y como tal hermanos en esa condición mientras los otros, los animales lindos y tiernos (porque de los feos nadie se conduele), no hablan entre sí, no se agrupan, ni discuten si es justo o no tratarnos con mayor consideración que a ellos mismos. Como tal hasta ridículo poner en la misma balanza a un animal y a un ser humano con consciencia y conciencia, deberes y derechos, sueños e ilusiones, errores y aciertos. Ridículo pero no por eso imposible y para nada impopular ni mucho menos inadmisible para su discusión en las redes sociales, en todo tipo de foros, en los medios de comunicación y hasta en los cabildos políticos y ahí, en ese detalle, está el enorme peligro del movimiento animalista. No en sus razonables quejas en relación a la excesiva violencia en contra de los animales por algunas de nuestras prácticas, ni mucho menos en su justificado reclamo en contra de la ganadería masiva generando problemas ambientales y económicos.

El peligro es la profunda convicción que mueve a esos grupos y sus consignas, el convencimiento que tienen de que en el fondo, sin atenuantes culturales, los animales están en el mismo nivel que los seres humanos y que, como tal, sus reclamos son apenas el inicio de un largo, luchado y heroico camino hacia la igualdad total que libere a los inocentes animales de nuestra tiranía. Pues no es ilógico ni antinatural pugnar porque los humanos seamos menos crueles, ni en sí radica ningún peligro, el problema es cuando buscamos esa erradicación de la crueldad sin tener en cuenta justificaciones culturales, económicas, tradicionales y de conveniencia por el simple hecho de establecer una  igualdad entre seres humanos y animales otorgándoles unos derechos que, sin los correspondientes deberes, son meramente artificiales. Cuando dan por sentado que las tradiciones culturales de un pueblo, por milenarias que sean, pueden tirarse a la basura simplemente porque implican el “maltrato” o la muerte de un animal cuando en muchas –o en casi todas− las  constituciones del mundo no es un delito, precisamente porque de serlo no se podría alimentar a los seres humanos. Cuando sin importar lo incómodo e inadecuado que pueda ser el estado actual de Trasnmilenio exigen que igual se le dé espacio a las mascotas porque tienen los mismos derechos como para viajar en una silla –del color que sea− sin llevar bozal ni pensar en lo antihigiénico que pueda ser. Es en esos casos, reales y de todos los días, donde se ve claramente el peligro de los animalistas trasponiendo la frontera natural, racional y cultural que las civilizaciones pusieron a los animales cuando decidieron reunirse como grupo para la supervivencia de cada uno sus miembros: humanos por supuesto. Porque de salvar la vida a los animales que se matan “por diversión” o prohibir los espectáculos en donde no se les trata con “dignidad” a prohibir matarlos para nuestra alimentación hay un sólo paso: un peligroso paso que podría implicar desastres alimenticios y económicos en el mundo, y en especial en economías emergentes del tercer mundo.

¿Absurdo? No, para nada. Es el camino natural y peligroso por el que vamos andando y que, sometidos al albedrio de lo popular, nos lleva hacía la conformación de un partido político que aglutine las inconformidades de tantos animalistas condolidos por el sufrimiento de los perritos y gatitos sufriendo en las mismas calles con miles de desplazados también requiriendo subsidios y recursos. Nos basta recordar la escena con la que iniciamos este escrito y la ternura evidente de los ojos de los animales en comparación con la mezcla de sufrimiento y desconfianza presente en los ojos de tanto desplazado para saber sobre cual proyecto de ley se inclinaría la balanza.

Sólo restan unas pocas elecciones más para que se propongan como banderas electorales mayores derechos para los animales,  la construcción de hospitales públicos para mascotas, la alimentación gratuita para los perros callejeros y hasta albergues, la prohibición de preparar comida típica que implique la muerte de animales bonitos, la exigencia de condiciones “dignas” en las granjas avícolas, la construcción de parques adecuados únicamente para animales, la prohibición de pruebas médicas en animales y en fin… sin importarles en nada el detrimento y el descuido al que podrían ser sometidos los ciudadanos en general y, en especial, las personas más pobres que viven del subsidio gubernamental o que trabajan directa o indirectamente con las empresas relacionadas con el uso de animales.

Un peligro real que pasa por la aparente nimiedad de quitarle mucha de la alegría a la Navidad al prohibir los fuegos artificiales porque asusta a los perros y que esconde la profunda convicción de muchos animalistas de que en el fondo todo animal es inocente y por eso igual o incluso superior a un ser humano. Así, sin querer queriendo, los animalistas nos están arrinconando hacia un estado cuya prioridad no sea ya nuestro legítimo derecho a la supervivencia y la búsqueda de la felicidad sino la coexistencia pacífica con los que, por lógica evolutiva, conveniencia y cultura, han sido nuestros alimento, herramientas de trabajo y hasta compañía. Futuro cruel e inhumano con los que precisamente somos humanos y, a lo mejor inevitable, pero en la medida que lo podamos retrasar y criticar seremos más humanistas. Humanistas al odiar que las familias más pobres, viviendo de los subsidios, tengan de a tres o cuatro perros que ni tienen con que alimentar y los dejen vagar por ahí sin importarles que estén vacunados, que puedan morder a alguien o que medianamente estén sanos o no apesten. Humanistas al reclamar que los parques –que son construidos para los niños− estén invadidos de perros de razas peligrosas sin llevar bozal y cuyos dueños reaccionan con violencia ante cualquier reclamo de un desprevenido padre, pues los perritos nacieron inocentes y sin atacan el malo, en el fondo, es el niño que sin darse cuenta les dio un balonazo o al correr muy cerca los puso nerviosos. Humanistas al manifestar abiertamente, sin sonrojarnos ni tener que apenarnos –por estar en contra corriente de ese animalismo gregario de ahora−, que no nos gusta que la gente gaste fortunas en sus mascotas cuando hay personas viviendo en la calle y que se indignen y se pongan furiosos si uno se los recuerda y lo peor, lo desvergonzado, que se defiendan atacando a esas personas porque pueden hablar y los animalitos no, y entonces que se la rebusquen como puedan, que se vayan a quejar al mono de la pila, que se jodan pues su platica y tiempo seguirán yéndose a engordar y curar perritos y gatitos… pero los humanistas no, los humanistas recordamos, amamos y admiramos a Beethoven y sus hermosas melodías que no lo libraron de ser un pésimo padre adoptivo, leemos enamorados de su prosa los poemas infinitos de Borges sin tener en cuenta sus polémicas afiliaciones políticas y solicitamos, una y otra vez, la ayuda estatal –y de organizaciones no gubernamentales− para el drogadicto, violento, y sucio habitante de calle que tercamente reincida y vuelva a las calles después de recibir ayuda pues, en su calidad de ser humano, es imperfecto, cobarde, deshonesto pero humano al fin, capaz tanto de amar como odiar y de sentir empatía y compasión por sus congéneres: como es lo que nos corresponde hacer antes de cualquier consideración antihumanista.      

                         

        

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