martes, 15 de diciembre de 2015

El amor más perjudicial, el amor por una mascota



Después de terminar una relación sentimental parece que el mundo se acaba, que ya no vendrán alegrías, que todo −absolutamente todo− carece de sentido. No parece existir una solución sencilla y eficaz para salir de ese pozo, y a todos los posibles remedios −que como pañitos de agua tibian alivian en algo el dolor insoportable− se les encuentra su pero y apenas si son una corta tregua en el suplicio de estar solos, sin esa única persona con la que se sueña estar. Sólo el tiempo, amigo del olvido, podrá al finalmente sacarnos de ese agujero curtidos en el dolor y así, ad portas, de volver a enamorarnos y quizá, si la suerte no es en exceso favorable, volver otra vez a caer en el pozo del desamor.
De entre los posibles remedios para el sufrimiento del desamor que se suelen sugerir esta la compañía de un animal doméstico, de un tierno perrito o gatito, como un −o el mejor− sucedáneo del amor pues dicen que es imposible de encontrar amor más puro, sincero, desinteresado y fiel, por lo que es el mejor sentimiento que podemos experimentar cuando es, precisamente, todo lo contrario: nada sincero, ni mucho menos desinteresado y artificialmente fiel. El peor amor que podríamos sentir y el más malo para aquellos que lidien  con el desamor. Porque por doloroso que sea cuando se termina una relación no todo es malo y algo se puede aprender. De entre el dolor insoportable se cuestiona todo y a todos,  y al cuestionarnos aprendemos del amor que el otro nos tuvo –o dijo tenernos− y sobre nuestra propia forma de amar. Salimos de ese hoyo sino felices por lo menos fortalecidos y conscientes de que en eso de amar y ser amado se debe exigir tanto como poner de nuestra parte si se quiere construir algo honesto y duradero. Al final somos mejores seres humanos por el simple hecho de amar y ser amados, de ser fieles o incluso por haber sido engañados y superarlo.
Cuando “amamos” a un animal no se obtiene nada de eso y, lo peor, maduramos menos y terminamos siendo más individualistas, egoístas y asociales.  “Amamos” a un animal que recogimos o compramos porque nos tiene un apego inconsciente afianzado en la relación de buen comportamiento−recompensa. Un animal que no nos exige comportarnos bien, que no nos puede engañar con otra persona, que no llegará cargado de problemas para que seamos su paño de lágrimas, un animal que en ultimas, como no es una persona, no podrá hacernos enloquecer de rabia con unas palabras inoportunas o hacernos llorar de alegría  al cantarnos nuestra canción favorita en público, como si lo podría hacer otro ser humano. Un ser humano débil, imperfecto y lleno de defectos que al amar se olvida de sus miedos y se arriesga a salir herido pero igual da todo de sí para hacer a otro completamente feliz y, en ese complejo proceso, sea correspondido o no, madura y se hace más sensible hacia los demás, siente empatía: la base de una sociedad equitativa y en paz. “Amando” a los animales no, no se madura, no se aprende a tolerar los defectos, no se siente mayor empatía por otra persona: es un amor artificial y secuestrado.
    Artificial y secuestrado pues a diferencia de cualquier persona un perrito nos recibirá siempre batiendo la cola y mostrando alegría cuando lleguemos a casa sin importar que no lo saludemos o que le contestemos horrible al llegar cansados y decepcionados de nuestro trabajo. Otra persona que nos estuviera esperando no nos recibiría así. Seguramente nos recriminaría, nos obligaría a hablar del asunto y, si nos importara un poco, tendríamos que pedir perdón, justificarnos y hablar sobre lo que nos estuviera molestando y así desnudar nuestro espíritu y, cómo no, volviéndonos una mejor persona que madurando aprende a amar y a ser amado. Con el perrito no, pues su apego por nosotros es incondicional y secuestrado, y así poco o nada nos exige –además de la comida como recompensa−, convirtiéndonos de a poco, día a día, en antipáticos que estamos bien con los animales porque no joden pero no tanto con las personas que no nos pasan nuestras manías. Por todo eso no es bueno “amar” a una mascota.
Los animalistas recalcitrantes dirán que al menos será bueno que los niños amen a las mascotas y así se sensibilicen por los más débiles y no lleguen a ser adultos violentos. Pues sí y no. Porque les serviría más lidiar con niños pequeños a los que también podrían golpear y con el agravante de que esos niños los podrían incomodar al tomarle sus juguetes o molestaros de diferentes formas pero que igual tendrían que respetar. Valdría más que los niños desarrollaran su tolerancia rodeados de otros niños sin importar que tan diferentes o complicados pudieran ser, que en la compañía de mascotas  a las que, de todas formas, pueden olvidar una vez las han sacado al parque y siempre estarán ahí para darles cariño por unas migajas de pan. Eso no es  amor, ni tolerancia, ni así se obtendrán mejores adultos. Tanto así, que día a día crecen las marchas por los derechos de los animales y se multiplican los “me gusta” de Facebook a favor de causas animalistas y aumenta el despilfarro por millones en las boutiques de mascotas, al tiempo que suben las críticas vehementes en contra de los programas de subsidios para los más pobres y se cierran las fronteras a los inmigrantes y se exige una justicia más dura contra los que maltratan a los animales –sin importarles la crisis carcelaria o de justicia que ya existe.    

No está bien. No puede estar bien una sociedad que humaniza a los animales y todavía tiene gente que muere de sed o de hambre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario